"Pasé los ratos más memorables de mi infancia en el parque de mi barrio. Era un ambiente contradictorio, al mismo tiempo hostil y cálido. Podías encontrar a abuelas cuidando de sus revoltosos nietos, a solitarias viejas dando de comer a las numerosas palomas que por allí rondaban o a jovenes parejas paseando cogidas de la mano, y no muy lejos, en la pista de fútbol, en una de sus esquinas, a los quinquis del lugar trapicheando, planeando alguna fechoría para animar la tarde o riéndose de algún pobre chaval que veía como su pelota naranja era destrozada por las fauces de sus chuchos. La primera vez que vi esnifar pegamento fue detrás de los arbustos de la fuente central al enemigo público número uno, el jefe de los quinquis, un muchacho que no debía de superar los 16 años, de tirabuzones rubios y ojos azules, del cual se contaban historias tremendas que hacían que los más jovenes y crédulos le tomásemos por el hombre más peligroso sobre la faz de la tierra".